Big Fish y el arte de contar historias.

Se acaba ya el 2018 y me ha apetecido volver a ver una de mis películas favoritas, Big Fish. Y que mejor manera que empezar a escribir en Medium que hablando sobre la obra magna de Tim Burton y reflexionando un poco sobre lo que representa.

El de hoy ha sido ya mi tercer visionado de la cinta, el primero llegó temprano, hace unos cuantos años, cuando no podía comprender la magnitud de la obra. El segundo llegó tarde, hace apenas unos meses, cuando llevaba postergando mucho tiempo el volver a revisitar esta película que había pasado sin pena ni gloria por mi vida cuando yo rondaba los 13 o 14 años. Fue como amor a segunda vista. Un relato lleno de lirismo nos cuenta la vida de Edward Bloom que se encuentra a las puertas de la muerte. El uso del color, la banda sonora, un reparto espectacular y una historia que te atrapa desde el principio, jugando siempre con esa dicotomía entre la realidad y la fantasía, hacen de Big Fish una obra obligatoria para cualquiera que se declare fan del séptimo arte. Pero es en el final donde se encuentra el quid de la cuestión.

Desde tiempos inmemoriales el ser humano ha tenido necesidad de contar y escuchar historias. Cuentistas y narradores aparecen durante todas las épocas desde hace miles de años para explicar sucesos sobrenaturales, contar la vida de los que estuvieron antes que nosotros o simplemente entretener. Porque ese es el poder que tienen las historias, hacer que podamos evadirnos de nuestra rutinaria realidad para transportarnos a lugares insólitos, donde podemos presenciar las aventuras que no somos capaces de vivir.

Pero siempre hay gente que no cree en las historias. Herejes que, cuando pierden la inocencia, dejan de creer en aquello que les hacía tan felices en su infancia, cuando los límites los ponía la imaginación. Y durante toda la película, Will Bloom, el hijo de Edward, es uno de esos ateos que han perdido la fe. Hasta que al final encuentra su redención.

Siempre me gusta decir que el final de una obra es la parte más importante de la misma con diferencia. Una historia que hasta el momento resultaba atractiva, puede verse arruinada por un desenlace mediocre. Y viceversa. Edward Bloom no acaba su relato, deja que su hijo nos cuente el final. Y sale totalmente airoso. No es solo una reconciliación padre-hijo, es también la reconciliación de Will con las historias, unas historias que le habrán de acompañar para siempre.

Por eso es tan buena Big Fish, porque no solo cuenta la vibrante vida de Edward Bloom, siempre al servicio del realismo mágico; no solo es preciosa e impecable técnicamente, no solo es una película única que no se parece a ninguna otra. También es un homenaje a todo el mundo que disfruta con las historias.

Desde aquí solo me queda agradecer a todas esas personas que cuentan o han contado historias alguna vez. Gracias por hacernos felices. Gracias por compartir vuestras historias.

“Un hombre cuenta sus historias tantas veces que al final él mismo se convierte en esas historias. Siguen viviendo cuando él ya no está. De esta forma, el hombre se hace inmortal.” (Big Fish)

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